martes, 5 de mayo de 2009

CARLOS CASTANEDA, o la delgada línea entre antropología y esoterismo


Luego de la publicación de la tesis doctoral elaborada para la UCLA por Carlos Castaneda (que versaba sobre la utilización de plantas psicotrópicas entre los indios Yaqui), y de la desmesurada repercusión que la misma tuvo fuera del ámbito académico, ocurrió que el citado autor, -argumentando que el sistema de creencias en estudio había terminado “tragándose” (según su propia expresión) al antropólogo para hacerlo devenir en aprendiz de brujo-, procedió a partir de allí a la redacción de una retahíla de títulos, a través de los cuales pretendió dar cuenta de la realidad operativa y coherencia interna de un sistema basado en ideas y conceptos completamente reñidos con la pretensa objetividad de la ciencia. Eso le valió, por un lado, no sólo el repudio sino también el encono de colegas y pensadores sistemáticos en general; y por otro la admiración incondicional y elevación mesiánica de quienes postulan modos de aprehensión de lo real más laxos y de corte New Age. Traidor y oportunista para los primeros, héroe esclarecido que pudo sortear la trampa de monstruos logicistas para los otros, el ecumenismo alcanzado por su obra parece haberlo convertido en el adalid de quienes propician un conflicto sintáctico que recién comienza a plantearse en términos concretos, más allá de todas las incipientes escaramuzas que fueron manifestándose a lo largo de la historia.
Es sintomático el afán con el que muchos de sus colegas se empeñan en descubrir tanto la falsedad de sus reportes como la inescrupulosidad de sus subrepticias intenciones. Tan afanosos lucen que dejan entrever inequívocos signos de envidia y celos profesionales que tendrían legítimo lugar si no hubiese sido el propio hechicero quien se encargó de dejar muy claramente expresada su voluntad de abandonar jergas y procedimientos de sesgo cientificista. Han pretendido invalidar sus informes pillándolo en algunas presuntas mentiras respecto de su historia personal, o acusándolo de haber robado y/o plagiado trabajos de campo a sus colegas. Hay incluso quienes suponen que pueden desvirtuar un sistema ya de por sí endeble –salvo en términos editoriales, por cierto- informando al gran público que era peruano, de Cajamarca, y no brasileño, como parece haberse empeñado en hacernos creer el díscolo antropólogo. Y dan cuenta de muchos detalles de su vida “real” que parecen contradecir lo poco que de ella es reseñado en su obra. Lo episódico y tangencial de tales diatribas en mucho se apartan de la seriedad procedimental que ellos mismos sostienen, y nos invitan descaradamente a participar de esas falacias de composición con una intencionalidad tanto o más criticable que la que intentan anatemizar.
Pero quizá lo más extravagante de esta polémica esté dado por la forma en que parece haberse cerrado, y que demuestra el grado de irresponsabilidad observado por ambas partes. Bien sabido es que la mística neolítica cuya tradición obtuvo Castaneda de un brujo Yaqui al que llamó “Juan Matus” comporta el proceso hacia una forma alternativa de morir. Sus detractores lo acusan de haber dispuesto las cosas para ocultar su prosaica muerte física, a la manera de un Empédocles posmoderno, y dan pelos y señales de la dolencia, agonía y deceso del científico devenido en médico brujo. Mas nada de esto disuadirá a los incondicionales de Carlos, ni siquiera un puntilloso certificado de defunción. El pensamiento mágico no se arredra ante tales nimiedades formales.
Quizá la única reflexión sintética extraíble respecto de tales consideraciones, que finalmente parecen acotarse al ámbito del lenguaje, la haya dado un amigo del propio Castaneda, cuando al ser interrogado acerca de la veracidad o falsía de los reportes, comentó que si eran ciertos, constituían un aporte invalorable al conocimiento científico y al pensamiento en general; y si lo había inventado todo, era, al menos, un consumado escritor de ficción. De cualquier modo, concluyó, Carlos sale ganando. Y éste sí que es un juicio difícil de refutar.
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