viernes, 16 de abril de 2010

SOLARIS, de Stanislaw Lem


Acabo de leer Solaris, de Stanislav Lem, y confieso que poco y nada sabía de él, o de su obra. Recordaba haber leído algún que otro cuento en antologías sci-fi o revistas de la especialidad, y no me habían causado gran impresión (como sí lo habían hecho, por ejemplo, los de Arthur Clarke, o Alfred Bester). Pero había visto la versión fílmica de la novela referida, a cargo nada más ni nada menos que de Andrei Tarkovski. Y esa sí que era una referencia. Así que en honor a ello lo adquirí, comencé a leerlo, y a poco quedé envuelto en una especie de nebulosa disociadora, atribulado como el propio personaje-narrador, víctima de una soledad patética, enquistada en una constante creación y recreación sin propósito. La ilusión del amor y el juicio a un dios tan inmanente como eventual, asaz perverso, por desidia, o por haber caído en la propia trampa de la autogeneración; el afán explicativo de los científicos que a ultranza naufragará, ante el sinsentido de investigar sobre estructuras tan fantasmáticas que ni Parménides, quizá desde otro enfoque, hubiera sido capaz de imaginar, y el tiempo como medida de la angustia. Nada que envidiar a los más agudos pensadores existencialistas, nada que envidiar a los más exquisitos artesanos de la narrativa, y qué vamos a seguir analogando... simplemente nos resta hacer justicia y calificar a Solaris como una obra envidiable, dicho ésto gratamente y desde el nivel que se nos ocurra. Arte, ciencia, filosofía, misticismo negativo avalado por una lucidez implacable; en fin, todo ello y mucho más, amañado en un producto magnífico en su repugnancia, en su crudo enrostramiento de una condición humana de la que tuvo quizá demasiadas muestras, allí en su Polonia-Ucrania natal, huyendo de ghettos y cámaras de gas, desperdigado de afectos, aferrado a lo único que él y sus personajes han sido capaces de poseer, ésto es, a sí mismos. Cosa que a ultranza, a pesar de todos los nexos y conexiones interpersonales, nos ocurre a todos. El vacío designado, el silencio de un dios torpe o ajeno a humanas tribulaciones, ilusorias como el yo, esa autorreferencia tan insustancial. Asistimos, con fijeza de satélites, a la esfera perfecta, a la estructuración de una obra ovoide ejecutada desde el interior, con magnificencias de bóveda celeste. Y en el centro, un agujero negro tragándoselo todo, con posibles efectos de suyo ignotos para nuestras antropomórficas configuraciones.
Asomarse al abismo conceptual que propone Solaris no resulta confortable, ni siquiera ajustándonos al beneficio de la ficción, científica o no. Cosa que en todo caso lograríamos, si acotáramos todo a una levedad oprobiosa. En cambio, ofrece un análisis descarnado, delicadamente definido -tanto en términos formales como rigurosos-, del drama fáustico al que todo individuo de temple indagador tarde o temprano debe afrontar. Una suerte de vuelta al mito primordial luego de la hipérbole cosmológica.
Probablemente el hombre sea un cosmos a escala. Cada uno de nosotros. Lo que abonaría la hipótesis de Lem. Somos dioses idiotas, o irresponsables, o torpes víctimas de una impronta creativa harto semejante a la noción de pecado original. Y, creadores o criaturas, nos vemos arrojados a una existencia con muchísimos menos asideros que los que gregariamente logramos consensuar, para detener las dentelladas del misterio. No resulta raro entonces oír por ahí que el pobre Stanislav era un tipo malhumorado, con semejante pantalla de objetividad plantada ahí, frente a sus ojos, como la escotilla de la Estación Solaris, con vista hacia el homónimo planeta viviente que crea y recrea formas efímeras, carentes de toda consistencia y de la mínima télesis que dé cobijo al mamífero que sucumbió ante el señuelo de lo abstracto, ante los albures de lo futurible, ante la idea de encarnaduras temporales, quintaesencia de la angustia. Tal vez ése sea su mayor mérito, que esta catedral mimética erigida en nombre de la novelística sea sólo una maqueta. Como asimismo lo fueron sus prólogos y críticas a libros inexistentes. Sobrecogedora o no, insustancial o no, la maravilla existe. Esta prodigiosa pompa de jabón refleja, en subyugante prisma, la suma más completa de la problemática humana que he tenido oportunidad de leer. Advierto que no estoy siendo objetivo, pero... ¿cómo podría? Solaris es muchísimo más que una novela. Y al propio tiempo, muchísimo menos. Es nada. Y eso le da la mayor potencia, quizá, que nos ha sido dado a expresar con palabras. El fin del círculo hermético, el rebasamiento fulgurante en el contrario. Solaris existe, y no está a tantos años luz como su testigo ha intentado, o no tanto, hacernos creer. El ardid de un demiurgo atosigado e irónico. Y esclarecido como pocos.